06 noviembre 2014

PRELUDIO DE UNIÓN ETERNA

A veces en la vida crees que no puedes soportar tanto sufrimiento, que de alguna manera terminará por causar tu muerte al igual que lo causa una enfermedad o un accidente. Sin embargo, no sé que juego del destino ha hecho que nuestro cuerpo aguante todo tipo de dolor y sufrimiento manteniéndonos en una especie de semi-vida en la que no puedes morir porque no hay motivos, ni vivir, exactamente por la misma razón.
Así, van vagando una gran cantidad de almas en pena en el borde de la vida y la muerte caminando sin rumbo, donde los días se tiñen de una melancólica atmósfera muy parecida a la del otoño. Días oscuros, silenciosos y aburridos. En algunos casos, el fantasma del dolor permanece tranquilo habitando nuestros cuerpos, alimentándose muy despacio de nuestras almas. En otros casos, se alimenta de una forma tan voraz, que el dolor y la tristeza se hacen insoportables, hasta el punto en el que ni siquiera lo poético de la melancolía te alivia. En ese momento luchas por expulsar tu alma y que por fin se libere en paz, fuera de la carga de la carne. Pero de nuevo lucha por mantenerse en un instinto de supervivencia tan egoísta, tan macabro, tan ajeno... que no queda otra que resignarse exento de energía y voluntad a cualquiera de sus decisiones.
Me cuesta recordar los momentos de pura felicidad a lo largo de mi vida, pero casi siempre me vienen recuerdos de la infancia. Supongo, que como todo niño también pasas muchos momentos de tristeza y más si se trata de una persona altamente sensible. Pero mi mente ha decidido  borrar esos momentos para dejar aquellos en los que sonreía continuamente. Parece que los momentos de tristeza de mi infancia han sido trasladados al presente, creando una paradoja en la que la felicidad exenta habita en mi infancia y la tristeza infantil la revivo en el ahora.
Me resulta difícil acordarme de manera ordenada de mis vivencias más recientes. Casi no recuerdo como la conocí, puede que sea porque se metió en mis pensamientos de una manera silenciosa, casi imperceptible. Era muy bella. Tenía uno de esos rostros que eran propios de una mujer casi arabesca. Tenía unos veinticinco años. Hermoso pecho y cuello. La piel; aceituna. Cabellos y ojos morenos, con el blanco bien marcado, creando un halo de misterio en su mirada. Los dientes los mostraba poco, a pesar de ser bellos. Los labios levemente pintados. Vestía de forma llamativa, sin lujos, pero con una elegancia exquisita. Sus manos y sus pies respetaban las proporciones, desde luego. Tenía una voz dulce, al igual que el olor natural que desprendía. A veces se reía a carcajadas, pero normalmente tenía una expresión apenada y perdida. Sin duda era inteligente y culta, algo que le hacía sufrir en sus interminables preguntas. Tenía un completo dominio de varias lenguas; francés, inglés, árabe y lenguas clásicas. Sabía de arte, música, literatura, pero también de física, anatomía y biología. Nunca me sentí inferior a ella ni mucho menos. Este hecho se me presentaba de un modo intenso y apasionado y aunque en ese momento era consciente de la grandeza de su intelecto, es ahora cuando me doy cuenta de su aprendizaje... ¡Soberbio! ¿Qué voy a hacer ahora que sé que no está? Mi mundo se ha reducido a una ignorancia infinita de la que no consigo salir porque ella era mi mentora. 
Aunque entre los dos había una relación basada en el cariño y el amor apasionado, había una esclava sensación de pertenencia. Sin embargo, siempre se me ha antojado como algo romántico, puro, apasionado, veraz... No creo en otro tipo de amor, sólo en la sensaciones extremas que ella me provocaba. Cuando nos amábamos tiernamente, incluso en los actos cotidianos, tenía que haber contacto entre nuestros cuerpos, un entrelazar de las manos, un pie enredado entre los míos o colocaba su cabeza encima de mis piernas, mientras yo le acariciaba el pelo. Tenía una costumbre, que era la de juguetear con la piel de mi mano, la que hay entre el pulgar y el índice, la movía de arriba abajo, de abajo arriba. También en cuanto a amarnos había violencia: mordiscos, puñetazos...hasta hacernos sangre. 
Sin embargo, cuando nos amábamos odiándonos, había una fuerza que nos separaba físicamente y sólo había palabras, miradas y llanto. Y era en esos momentos cuando realmente sentíamos dolor y no con las bofetadas o los mordiscos cotidianos. Y cuanta más tristeza y dolor veía en su mirada, más la amaba. En muchas ocasiones me decía que me iba a matar, que algún día me iba a asesinar. ¡Hasta en eso nos entendíamos! Yo también sentía un deseo irrefrenable de matarla, clavar un cuchillo en su pecho, ahogarla en la bañera, asfixiarla...
-Pero sí algún día te mato -solía repetirme- luego tendré que matarme yo. Aunque no inmediatamente, ya que será la única oportunidad que tenga de soportar un dolor semejante.
¡Qué conversaciones más surrealistas! ¡Qué fatalidad del destino que a nosotros nos diera igual! 
Y así era nuestra relación...
Últimamente estaba sumida en una tremenda tristeza. No comía, no dormía, no salía. Sólo miraba su viejo álbum de fotos una y otra vez y leía libros sobre el sentido del universo y misterios como la resurrección, los fantasmas y el más allá. Hasta que se puso muy enferma. De pronto, comenzó a coger un color pálido, transparente, mortecino. El brillo de sus ojos aumentó y el palpitar de sus venas se hizo más intenso y azulado. Vi que iba a morir e intenté luchar contra ello de una manera obsesiva, casi enfermiza. Y no era el único, ella se negaba. Estaba aterrorizada y me pedía desconsoladamente que no la dejara irse. ¡Ojalá hubiera podido cumplir sus deseos! Por las noches, gritos desgarradores salían del interior de su garganta como el sonido de ultratumba. ¡No quiero morir!¡No quiero morir! Repetía incesantemente completamente ajena a mis consuelos y caricias. 
Estaba destrozado y aterrorizado. Por fin, se durmió presa del cansancio propio de tal esfuerzo; luchar contra la muerte. Y cuando volvió a despertar su voz se tornó dulce y silenciosa, llena de resignación y miedo. Me cogió la mano sin soltarla en ningún instante. Volvió a juguetear con ella, como siempre había hecho y poco a poco el movimiento fue cesando, la presión ejercida por la mano se fue liberando y entre sus últimos susurros escuché sus últimas palabras: "Al final no has podido matarme... pero no te preocupes,  mi alma siempre permanecerá a tu lado, en la vida y en la muerte".
Murió. Y yo, deshecho por el dolor, me quedé junto a ella día y noche, hasta que sus labios se contrajeron en el terrorífico rictus de la muerte. Su piel perdió el poco color que le quedaba en vida, adquiriendo un aspecto casi gomoso. Así que, en un vago intento por aliviar mis penas, salí y comencé a comprar de manera compulsiva muebles, cuadros, espejos, tapices y estatuas, que después coloqué con sumo cuidado en cada rincón de la casa. Ya nunca más nos daría el sol. Cerré todas las persianas para que nada ni nadie pudiera arrebatarme a mi amada, ni siquiera la muerte. Ya desde niño sentía las delicias de la oscuridad, y perderme en las sombras y las tinieblas no significaba ningún reto para mí. 
Renuncié a Dios. ¿Por qué has sido tan bueno conmigo ofreciéndome a alguien que me amaba? ¿Por qué debía yo, alguien tan insignificante, merecer a alguien como ella? Pero lo que no entendía por encima de todo era cómo me la habías podido arrebatar. Sólo un ser despiadado y egoísta podía hacer algo semejante. Así que, ya que Dios hace a los hombres a su imagen y semejanza, decidí convertirme en el ser más despiadado y egoísta de la Tierra. 
Pero lo peor era cuando mi ira pasaba a la tristeza. Necesitaba su cálido abrazo, pero también me lo habían arrebatado. Por mucho que pusiera sus lánguidos brazos alrededor de mi cuello, no era capaz de sentir calor, solo frío. El gélido frío de ultratumba. 
Hablaba con ella y solo había silencio. Después, presa de la locura y el dolor le gritaba inconsolablemente, pero no recibía ninguna respuesta. Ni violencia, ni llantos. Sólo muerte. 
Y así pasaron los días, el hedor comenzaba a ser insoportable y en su cuerpo descompuesto no parecía haber rastro de lo que algún día fue. Así, perdí la noción del tiempo y el espacio, los meses de aislamiento me sumieron en la soledad y la locura. Atormentado por el dolor caí al suelo, lleno de estupor, cuando un gemido bajo, casi imperceptible, me sacó de mi ensoñación. Procedía de mi amada, que acostada estaba en su lecho de muerte. Procuré no respirar para ver si se repetía tal acontecimiento. Entre la excitación y la locura solo se oía mi aliento. Así esperé largo rato, sin recibir respuesta alguna que valiera para mi estado. De pronto, vi como su rostro contraído comenzaba a adquirir cierto tono rosado, sus labios se relajaban y suavemente palpitaban. En ese momento sentí tal miedo que me quedé paralizado, mis piernas no respondían, el habla me había abandonado. ¡Pero era mi amada, posiblemente resucitada! Así que recobré la compostura y decidí salir a buscar ayuda. Cuando salí a la calle, el sol me hizo retirarme. Sin embargo, perseveré, ¡quizás Dios me había escuchado por una vez! Así, conseguí contactar con un médico para explicarle tal fenómeno. En esta ocasión ya no tenía miedo, sólo sentía regocijo e impaciencia. Conseguí arrastrar al doctor hasta nuestra vivienda, a pesar de su reticencia. Cuando llegamos no pudo ocultar su horror. Los ojos desorbitados, arcadas de disgusto, largos gemidos de espanto...
Entré en el cuarto, y regocijado miré tiernamente a mi vivaz esposa. Con sus mejillas sonrosadas y un respirar tan pausado que era pura poesía. Hice llamar al doctor, y en un breve período de tiempo, que para mí sin duda fue una eternidad, el color desapareció de sus labios y sus mejillas. De nuevo, la carne contraída y blanca como el mármol, el frío y el silencio de ultratumba volvían a mí como una pesadilla. No pude más que hundirme, agarrado en el suelo mientras oía al doctor como en un sueño. 
-Se encuentra usted en estado de shock. La casa está en condiciones de insalubridad máximas, hay que enterrar el cadáver de su esposa. Ya ni siquiera es reconocible. Los gusanos van a terminar por comerle a usted también. 
No me moví, no reaccioné. Sumido en una serie de visiones, por fin hablé y consentí el enterramiento que el doctor creía un acierto. Paralizado por la desdicha que sentía,  contemplé como el doctor contactaba con el sepulturero, la policía y el loquero. Había un desorden atormentado en mis pensamientos. Así que, le rogué que me  concediera unas horas para reponerme y despedirme a solas de mi amada esposa. Cierta desesperación vería el doctor en mis ojos, ya que su compasión consintió tal petición. 
Así me encuentro, escribiendo todos mis pensamientos. Y si tal sufrimiento no puede acabar conmigo, ni tampoco Dios, la última copa de cianuro en el lecho de mi esposa, hará tal honor. Las manos entrelazadas y el silencio, son sólo el preludio de nuestra unión, una vez muertos. 



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