30 marzo 2015

Nina Petrovna o la Reina Cisne

1/
No hay esplendor comparable al de la calle Tverskaya. No hay una calle igual en todo Moscú, dónde los pasos de los transeúntes se convierten en un vals propiciado por el ligero murmullo de la ciudad.
Cuando Nina Petrovna, después de asistir a sus clases de ballet, caminaba de nuevo por la calle Tverskaya atravesando solo las zonas de sombra a sus pies, no podía dejar de repetirse a sí misma aquella parte del Lago de los Cisnes que tantas veces había repetido en clase y que no se podía quitar de la cabeza. Cada vez que la recordaba en su mente, su piel se erizaba y volaba mientras atravesaba la calle. Y es que no hay una avenida mejor en todo el mundo dónde ella pudiera revivir esta sensación cada día, quizás sólo se podría comparar con algunas de las calles de París que recorrió con sus amigas unos meses atrás.
Una mañana Nina Petrovna después de sus clases, decidió deambular por la calle embelesada por los grandes escaparates. Y no tanto por los suntuosos vestidos que estos mostraban, como por el reflejo melancólico y misterioso que estos le devolvían. Convirtió este juego en un ritual; mirar el reflejo lánguido, elegante y hermoso que los escaparates le ofrecían, sintiéndose más bonita a cada paso. Los hombres que se cruzaban a su paso la miraban y esta devolvía la mirada con un gesto soñador. Tímido, pero amable. Inocente, pero atrevido. Azaroso, pero intencionado.
De repente, uno de los escaparates no le devolvió  el reflejo al que estaba acostumbrada. Unos grandes ojos azules se detuvieron ante ella mirándola de forma dulce y segura. Ruborizada por aquella enigmática mujer, siguió caminando volviendo la cabeza de cuando en cuando hasta que se aseguró de que ya no la seguía.
Sólo en ese momento se dio cuenta de lo cansada que estaba, Hasta el punto de que se tuvo que sentar en uno de los ostentosos bancos, como uno de aquellos ancianos a los que miraba desde la más neutra distancia de una forma tan lejana,  que se dio cuenta por primera vez de como se veía la calle desde aquella perspectiva. En esta ocasión, ninguno de los hombres que pasaban por delante de ella se detenían a mirarla, ni siquiera parecían percibir su presencia. Por un momento, hubiera deseado que alguno se parara a mirarla descaradamente.  Quería sentirse escandalizada, turbada, ruborizada. Deseaba no ser dueña de su belleza y atractivo, que se le escapara de su control como un animal salvaje y que toda aquella agitación se mezclara con un cálido sentimiento de placer que recorriera su cuerpo hasta desembocar en las mejillas. De pronto, se percató de que uno de sus escaparates preferidos estaba frente a ella, pero no reconoció su reflejo por ninguna parte. Su melancólico y hermoso rostro fue sustituido por la visión más espantosa que jamás Nina Petrovna hubiera podido imaginar. Su cabello dejó de ser negro como el carbón para volverse blanco, sus piernas se volvieron débiles, su piel tersa se convirtió en piel frágil y lánguida, todos sus rasgos se deformaron víctimas del propio peso de su piel arrugada, sus nervios se trastornaron presa del pánico y tapándose como pudo con un pañuelo, consiguió llegar a duras penas a su casa para internarse en la sombra donde nadie, ni siquiera ella, pudiera observarla jamás.
2/
Sin recordar si se durmió o cayó inconsciente, Nina Petrovna solo conseguía reconstruir unas voces extrañas en su cabeza. Unos susurros que la perturbaban y desequilibraban. Después de eso, sólo conseguía recordar el silencio, un silencio tan intenso que la sobresaltó. Todo estaba oscuro y calmado, y el reflejo de la luna otorgaba un movimiento misterioso y espectral dentro del dormitorio. Nada se movía, se respiraba una calma pesada, parecida a la que se debe sentir en el momento previo a la muerte. Todos esos movimientos desviaron a Nina de la realidad, y aunque se percibía un entorno de intranquilidad, debieron sosegar su alma, porque ni siquiera pensó en lo sucedido en la calle Tverskaya. Tuvo que levantarse y percibir levemente su sombra en el espejo para que el miedo invadiera de nuevo su débil cuerpo. Ni siquiera tuvo la valentía de poder mirarse en el espejo.Así que, de espaldas a él, bajo la titilante luz de la luna, puso al descubierto sus brazos y piernas. Esperando ver de nuevo su piel arrugada y con manchas, no se atrevió a abrir los ojos y con el pulso acelerado se acarició suavemente. Para su sorpresa, descubrió un tacto suave y terso bajo sus alargados dedos. Sin acabar de creérselo, abrió sus ojos y se descubrió ante el espejo: su reflejo por fin le devolvía su hermoso rostro. Confundida, volvió a la cama decidida a volver a sus clases mañana. No tenía sueño, así que permaneció tumbada, inmóvil, esperando a que el sueño la poseyera. Las extremidades le pesaban enormemente y comenzó a tener una serie de pensamientos que no sabría clasificar dentro de la vigilia o del sueño. El aire era pesado y entraba con dificultad dentro de sus pulmones. Sin embargo, un incontrolable letargo le impedía moverse, tampoco le permitía abrir los ojos. Sin embargo, podía sentir todo aquello que pasaba en la estancia a través de sus párpados y sintió como una fuerza invisible invadió la habitación, espesando cada vez más el ambiente. Mientras aquella masa invisible se condensaba encima de Nina, ciertos sentimientos de culpabilidad invadían su mente. Y Nina estaba harta de estar expuesta, estaba harta de ser juzgada, estaba exponencialmente harta de forzarse a hacer las cosas siempre del modo correcto, cuando los demás no parecían poner el mínimo interés en hacerlo. ¿Por qué debía renunciar a su naturaleza? ¿Por qué debía agradar al resto? ¿Sería esto una revelación espiritual? ¿Y sí ella no era aquella chica buena que todos creían conocer? A lo mejor no era buena, a lo mejor tenía pensamientos salvajes, malos, incontrolados. A lo mejor eso era lo que más feliz la hacía.
Además de aquella fuerza incontrolable, Nina también comenzaba a atisbar aquellos ojos azules que vio en la calle Tverskaya, pero en ese momento ejercían una atracción nueva sobre ella. De repente, un placer se apoderó de su cuerpo, a la vez que el terror la invadía al recordar las consecuencias que le trajeron aquellos ojos la última vez. Y en su sueño, o quizás en la realidad, se desmayó, con el cuerpo retorcido por el placer y el dolor, y el recuerdo de aquellos ojos que surgían de la nada, inclinándose sobre ella.
3/
A la mañana siguiente Nina se despertó con el cuerpo aletargado por los sucesos de la noche anterior. Los sueños la estaban afectando y aunque se despertó más animada debido a que había recuperado su anterior aspecto, seguía nerviosa y desasosegada. Nina es muy dulce y sensible, siente cualquier emoción más intensamente que cualquier otra persona. Su naturaleza hipersensible hace que se enfrente con más intensidad a las adversidades, pero eso no quiere decir que las enfrente con menos fuerza. Se miró de nuevo al espejo y observó que había desaparecido el color de sus mejillas y su tez había palidecido. Después de echarse unos polvos que resaltaron de nuevo su rostro melancólico, tuvo claro que debía ir a clase y bailar y caminar todo lo posible para poder agotarse físicamente y así no tener ningún contratiempo a la hora de dormir, ni dejar opción a que su mente vague libre proporcionando material  a sus pesadillas.
Su paseo matinal hasta clase resultó ser muy animado y al poco rato Nina consiguió ponerse de muy buen humor, debido a que los hombres de nuevo se paraban a mirarla e incluso alguno se atrevió a iniciar una conversación que pronto ella rechazaría jugando aquel papel para el que la habían educado, mostrándose ruborizada y encantadora.
Al llegar la noche, Nina pudo dormir sin dificultades, aunque sin soñar nada. Sin embargo, de nuevo se despertó cansada, con las energías absorbidas, como sí en realidad se hubiera pasado en vela toda la noche. Se pasó el día adormilada y ni si quiera se paró a hacer el ritual de mirarse en los reflejos.  En realidad solo quería descansar, quería dejar de respirar. Y durante unos instantes eso es lo que le pareció, que su cabeza se iba, sus latidos se ralentizaban, sus músculos se entumecían. En un momento dado, sintió como su alma abandonaba su cuerpo con una sensación parecida a la precipitación al vacío. Durante unos segundos dejó de existir y ese silencio le produjo miedo. Pronto se despertó sobresaltada e intentó incorporarse, pero sus músculos carecían de fuerza, no le respondían. En un esfuerzo que le pareció sobrehumano consiguió alcanzar el espejo de mano que reposaba  sobre la mesita de noche y tras un vals protagonizado por las luces de los reflejos consiguió aquello que tanto anhelaba, mirar de nuevo su reflejo. La horrorosa visión se mantuvo firme, aquella espantosa efigie se mantuvo desafiándola, con el sublime rictus de la muerte. Las mejillas y los párpados, pálidos. Los labios, marchitos y entreabiertos, dejando ver una mandíbula desprovista de dientes. Las cuencas de los ojos, hundidas en el espantoso rictus de la muerte. Las arrugas, frías y viscosas. El pelo, blanquecino y escaso, parecido al pelaje de las ratas.
Nina permaneció con aquella rigidez cadavérica durante algunos instantes hasta que presa de un extremo horror  rompió el espejo contra su efigie. Sintió que su visión se nublaba, la sangre espesa se derramaba por su rostro desembocando en un torrente salado en su boca, su razón comenzó a divagar y sólo mediante un esfuerzo sobrehumano consiguió alcanzar uno de los cristales y logró al fin clavárselo repetidas veces, hasta el fondo de su alma. No tembló, no se movió, pero contempló por última vez su reflejo en el espejo hecho pedazos. Detrás de la espesa sangre, el espejo, por fin, le devolvía aquellos ojos azules que pudo contemplar en la calle Tverskaya, los de aquella mujer, que no eran otros que los suyos propios. La sangre caía violéntamente sobre su boca, pero aquello no le impidió esbozar una tierna sonrisa. Finalmente, el reflejo le devolvía la efigie que quería ver. Finalmente, volvía a ser la Reina Cisne.