13 noviembre 2014

POLINA

1/
La vieja Moscú aún late en mi pecho, la escucho en mis oídos y la huelo en mi cabeza. Basta con cerrar los ojos para poder sentir el frío en mi piel, la musicalidad de los viandantes paseando y el olor a pan recién horneado. Han pasado muchos años y sin embargo, la recuerdo casi a diario.  A lo largo de mi vida ha habido una serie de recuerdos que casi me han atormentado, como fantasmas errantes, día y noche sin saber como afrontarlos. ¿Con melancolía, con alegría, o quizás con tristeza? Sea como sea, ni el tiempo, ni la edad han conseguido borrarlos. Quizás alguna vez he conseguido mitigarlo, pero siempre vuelve a resurgir con tanta pasión, con tanta energía...
Tengo la marca imborrable de quién se acerca a un país desde el corazón y no sólo desde la comodidad de turista. Amé Moscú, la respeté y la temí. Quizás en ese emplazamiento tan gigantesco que es Rusia, es dónde más insignificante me he sentido, dónde la distancia con mi país de origen por primera vez asustaba y dolía desde la bella imagen que se formaba en mi cabeza del planeta Tierra visto desde el espacio, como si de un satélite se tratara. Pero ahora, no me siento insignificante en el sentido literal de la palabra, pequeña respecto a la inmensidad sí, pero tocada por la marca que hace de mí un ser tan especial, que sólo la casualidad podría matar.
Si hay alguien digno de retratar en esta historia es mi amiga Polina. Nos conocimos durante nuestros años de estudios en la universidad. Estudiábamos artes e íbamos al mismo aula. Me llamó la atención, por su exotismo y belleza. No sé que antojo del destino hizo que nos sentáramos prácticamente juntas en clase casi todos los días. Mi intuición me decía que debíamos conocernos y con el tiempo, me enteré de que yo también causé una sensación parecida en ella. Así que, finalmente, después de intercambiar algunas palabras insignificantes sobre el sentido de la clase, comenzamos a volver juntas en el tren de camino a casa y hablamos y hablamos... hasta el día de hoy.  A pesar de las apariencias, ella siempre ha sido en algún sentido más extrovertida que yo, ya que dada su educación e ideales procura entablar conversaciones con sus vecinos, el panadero del barrio o sus acompañantes de clase.
Es algo en lo que en realidad no se asemeja nada a mí a pesar de que mi carácter siempre se ha relacionado con la extraversión. Siempre he intentado evitar hablar con mis vecinos, tenderos o depende de con que compañeros de clase, más allá de un cordial saludo. Es algo, que desde siempre me ha causado un rechazo tal que incluso puede llevarme a intentar no ser vista en muchas ocasiones. Los placeres del hombre invisible. ¡Cómo le envidio! ¡En cuántas ocasiones me gustaría no ser vista para mi propio deleite y tranquilidad interior! ¡ Qué maldito invento el teléfono que tantas veces me sobresalta y causa una perturbación tan absurda como real! Sin embargo, en otro tipo de ambientes, como un ambiente de trabajo, clase, lúdico o lugares nocturnos no me plantea ningún problema ser sociable e incluso puedo llegar a ser una atracción especialmente divertida y animosa. Y algo así es lo que me pasa cuando conozco a personas como mi amiga Polina, gracias a seguir el dictamen de mi intuición interior.
Polina verdaderamente llama la atención. Vestida siempre con mucho estilo, sin tener que recurrir a las excentricidades, sería digna de crear tendencia. Los hombros y piernas son frágiles, pero la espalda esbelta. Cabello liso y rubio, siempre resulta muy estético, aunque lo lleve despeinado. Los ojos grandes y castaños revelan una mirada intensa que en ciertas ocasiones puede atemorizar, pero queda inmediatamente borrada por una sonrisa llena de ternura que se expande por todo el gesto de su rostro. Cejas perfectamente marcadas recorren la distancia perfecta de los ojos. Un cutis terso y de marfil enmarca unos labios finos, normalmente pintados, sin presentar el gesto apretado de ciertas bocas, que como la de ella, poseen labios delgados. Pero, sin duda lo que más me ha gustado siempre de Polina ha sido su perfil, un perfil perfectamente ruso de nariz pequeña y respingona. Antes de hablar con ella, dudaba de si era extranjera, quizás sus padres fueran suecos, o finlandeses. Pero cuando hablamos, ya no tanto su ligero acento, que no conseguía encuadrar en ningún idioma, sino su tono, silencioso, pausado y con poca amplitud de labios, era más cercana a la tonalidad francesa que a la española, de eso no cabía duda.
Y así comenzó mi amistad inquebrantable, casi fraternal, con mi gran amiga moscovita, Polina. Y como en otras ocasiones me ha ocurrido, no sé si por mi personalidad y la del tipo de personas a las que me acerco, o porque es algo natural del ser humano, pasamos a tener una relación verdaderamente intensa, que salvando las distancias, me recuerda al principio de los enamorados. Creo que este principio es sólo aplicable a la amistad puramente femenina, esta unión y comprensión sólo se puede dar debido al especial vínculo entre féminas. Tanto teníamos que aprender la una de la otra, que es probable que su amistad me enseñara más que aquel año de universidad en algunos aspectos. Aprendí y descubrí un cine que hasta ese momento me parecía lejano, maduré mi apreciación artística hacia autores como Bergman, Pasolini o Trauffaut. Fue mi primer contacto con los autores rusos: Gógol, Chéjov, Dostoievski, Nabukov, y mi mente experimentó tal cantidad de estímulos cognitivos que la sensación de inteligencia aumentó en mi cabeza haciéndome ver el mundo desde otra perspectiva.  Lo hacíamos todo juntas; ir a clase, ir al ballet, conocer nuevos restaurantes, ir a los museos y exposiciones, ciclos de cine y junto a otros amigos hacíamos ciertas reuniones nocturnas que para nosotros no eran más que nuestras propias reuniones intelectuales hasta altas horas de la madrugada, entre humo y vino, al más puro estilo de "Els quatre gats". No sólo hablábamos de arte y filosofía, también había cierta inclinación por hablar explícita y desmedidamente sobre sexo y el concepto de amor. Ciertamente discrepábamos y nuestro carácter fogoso hacían aún más intensas, si cabían, nuestras conversaciones. Desde luego conocer a Polina,fue una experiencia enriquecedora.
2/
Así comenzamos el año 2008. Mi gran año de viajes importantes y también un comienzo de caída en picado de una España que entraba en una recesión ideológica, política y económica en la que aún seguimos metidos hasta el cuello. Si en aquel momento me hubiera imaginado un futuro como el que nos esperaba no habría, quizás, disfrutado de ese año como lo hice.
Uno de los aspectos en lo que en seguida conectamos Polina y yo fue en la atracción y el gusto por la cultura y lengua árabes. Ese año estudiaba árabe en la facultad, y planeábamos viajar a Marruecos sumergidas en una emoción y deleite indescriptibles. De este modo, iniciamos nuestro primer viaje y el primer contacto real con el exotismo. Ya la primera noche que nos despertamos con la llamada a la oración sentimos una unión con Marrakech difícil de explicar, fueron unos días únicos y espirituales. Practicar el idioma, perdernos por las calles del zoco, tomar té, bañarnos en el hamam, visitar algunos de los antiguos palacios y poder disfrutar de la vida contemplativa en la plaza de Jma el Fna mientras degustábamos un delicioso cuscús, fueron algunas de las cosas que hicieron que ese viaje no fuera más que el inicio de muchos otros. Así que, tan sólo un mes y medio después pusimos rumbo a Estambul. Lo primero que recuerdo al aterrizar el avión, fue ver los alminares de las mezquitas desde las alturas y sentir como se iban acercando en una especie de realismo ensoñado. En Estambul fue cuando comencé a sentir la paz de la vida espiritual dentro de los templos. El hecho de que la entrada a las mezquitas fuera libre, supuso un escape personal que después repetiría en las Iglesias Ortodoxas de Moscú. Algo hipnótico y hermoso que conectaba con mi yo más profundo lejos del racionalismo y el convencionalismo social. La vista de Santa Sofía frente a la Mezquita Azul, se me antojó como un sueño del que tantas veces había oído hablar y tantas veces había visto durante la carrera, que no podía creer que fuera real, que estuviera pisando su suelo; su suelo de origen bizantino. Así, ensimismada en un mundo que tantas veces habían deleitado a tantos pensadores, filósofos y viajeros pasamos los días visitando sus pueblos, sus palacios y sus mezquitas tanto por tierra como por mar, hasta casi no poder respirar.
Los viajes sin duda nos habían unido aún más si cabe y por fin Polina me hizo una proposición con la que muy pocas personas pueden contar y que consiguió cambiar mi vida radicalmente: ir a Moscú y alojarme en la casa familiar de su abuela. Por aquel entonces ya había organizado el mes de Julio. Tenía pensado irme a las tres mil viviendas de Sevilla, un barrio de mayoría gitana en riesgo de exclusión social, como voluntaria en labores de educación . Así que, el último día de Julio volvía de las tres mil viviendas y volaba a Moscú el día tres de Agosto. Veía el transcurso de esos dos meses como algo tan emocionante, que en mi cabeza no cabía más que la excitación y la voracidad de conocer mundos nuevos.
El mes de Julio en las tres mil viviendas llenó mi cabeza de una serie de vivencias positivas y otras tan duras que hubiera necesitado más de dos días de aclimatación antes de pasar a un escenario tan opuesto como el de Moscú. La forma de vida, la experimentación de intentar dejar una huella de valores en un tiempo récord, conocer a tantas personas maravillosas, a otras que sufrían tanto y aprender sus costumbres fue demasiada información para digerir sólo en dos días.
Fui alojada en una casa de monjas cristianas, dónde también pude experimentar su espiritualidad lejos de la frialdad de la Institución y en alguna ocasión pude acercarme de nuevo a esa conexión espiritual y personal con el yo que tanto experimenté en las mezquitas, pero de un modo distinto. En este caso, también me sentía abrumada por vivir en un mundo del que tantas cosas apreciaba y me atraían como el flamenco o el gusto por la cosas sencillas, que no conseguía entender cómo podía lidiar esas cosas con una falta de valores que ensombrecían mi mundo. Sin embargo, pude vivir cosas maravillosas, conexiones con un escenario tan remoto, estando tan cerca de la España que todos conocemos que sin duda aprendí más de ellos de lo que ellos pudieran aprender de mí. Esta experiencia hizo que un año después repitiera en un pueblecito en un cerro de Granada y en la Cañada Real de Madrid, pero eso son otras historias, que en otro momento contaré.
3/
El momento de mi llegada a Madrid, después de mi paso por Sevilla fue agotador. Me sentía abrumada y exhausta, necesitaba poder digerir todo eso antes de poder dar otro paso, en ese momento hubiera deseado haber sido un poco más previsora y haber podido dejar un poco más de tiempo entre viaje y viaje, pero esta claro que el destino quería que yo viajara estando al límite a Moscú. Sólo de ese modo podría fundirme con la ciudad.
Hasta el momento no he comentado el pánico que experimento hacía los aviones,aeropuertos y cualquier aparato que sobrevuele más de 10 metros conmigo dentro. Para dar más emoción al asunto, mi amiga Polina comparte esa fobia conmigo, lo que hace que nuestros vuelos se experimenten entre intentos de ingerir grandes cantidades de alcohol con nuestra escasa economía mientras esperamos en la terminal, las idas y venidas enfermizas por parte de las dos al baño dada a la hiperactividad vaginal que habita en nuestro interior y alguna que otra cogida de mano con peligro de romper falanges. Hay quién, siendo más racionales que Polina y yo tienen miedo en el momento del despegue y del aterrizaje. En nuestro caso el miedo es continuo, siendo amainado sólo en el momento de aterrizaje, no porque lo sintamos más seguro sino porque significa que vamos de camino a la tierra, nuestra adorada tierra, sea cómo sea, es mejor que el aire. Así que, ese vuelo no transcurrió de manera muy distinta. Todo fue tal y cómo lo he explicado mientras nos despedíamos de nuestros padres en la puerta de embarque. Sentí cierta congoja infantil, aumentada por el miedo del avión, pero a la vez tuve una sensación cómica al ver la divertida estampa de contraste entre mi padre y el suyo. Uno tan alto, delgado y otro no tan alto, moreno y con una barriga ciertamente avanzada, que no ha podido ya ser eliminada por mucho deporte que practique en su cincuentón cuerpo. Sin embargo, me inspiró mucha ternura, pude retrotraerme durante unos segundos a la sensación de cuando mis padres me dejaban a las puertas del colegio. Recuerdo llevar el libro de "Réquiem por un campesino español", que no conseguí leer en ningún momento debido al estado de alerta en el que se mantuvo mi cuerpo durante las cinco horas.
Por fin aterrizamos en Moscú y mi alegría fue aumentando al poder pisar la tierra y por la curiosidad de sentir cual sería mi primera impresión de la ciudad durante el recorrido en coche desde el aeropuerto a la casa. El vuelo lo realizamos de madrugada, así que nos sentíamos muy cansadas y fatigadas. A las puertas del aeropuerto nos esperaba Viktor un amigo de la familia Vasílievna, la familia de Polina. En ese momento no reparé demasiado en él, sin embargo con el tiempo se convertiría en una persona importante durante mi estancia en Moscú. El recorrido en coche a la luz del amanecer fue confuso y algo gris, sentí una presión atmosférica distinta en mi cabeza que me producía somnolencia y tristeza. Pude ver el tráfico, el humo y las fábricas hasta que llegamos al barrio de Polina. Se encontraba distanciado del aeropuerto y del centro de Moscú, así que para poder llegar a la zona de la Plaza Roja tendríamos que coger un autobús y después el metro. Según nos bajamos del coche cargadas con nuestras maletas pude atisbar una figura en el balcón, sonriente, con los brazos alzados, un pañuelo florido en la cabeza, falda y enormes calcetines cubriéndole las pantorrillas, Sí, allí estaba, ¡la abuela!, la famosa segunda madre de Polina, la baboulinka de la que tantas buenas historias había oído, llena de fuerza, amor, ternura y pureza que ahora me recibía a mí como si fuera de la propia familia. Cuando se abrió la doble puerta de la casa, después del efusivo saludo de la abuela y la nieta, me saludó con tres besos y un fuerte abrazo maternal que podría haber resucitado a un muerto de su tumba. Al traspasar el umbral, un agradable olor a pan recién horneado me sacudió en la cara, el acogedor piso enmoquetado contaba con dos habitaciones, la cocina y un baño, separando el WC de la zona de aseo en dos estancias. Dado el horario y el cansancio acumulado debido a las tensiones del viaje  Polina y yo decidimos correr las cortinas y dormir por lo menos hasta la hora de comer, había una cama de matrimonio en una habitación que bien se podría haber considerado un salón dadas las extensiones, el televisor y el sillón allí acomodados. Una vez habíamos descansado, picamos pepinillos y quizás un poco de embutido con pan en la cocina mientras esperábamos a que viniera Mijail, el primo de Polina para ir a las autoridades policiales locales a registrar nuestro visado y tarjeta de migración para dar constancia de nuestra llegada a Rusia y dar parte de que en cualquier caso Mijail sería nuestro anfitrión y responsable en caso de urgencia. Llovía a cantaros cuando él entró en la casa, en ese momento, aún no sé por qué, me sentí algo tímida e incómoda, supongo que presentarte a alguien a quién no puedes hablar por la barrera del idioma era algo nuevo para mí. Las miradas y los gestos se hacen más evidentes, cada movimiento queda expuesto hacía dos personas que no pueden hablar pero que no ven más que exotismo en el otro.
4/
El día era lluvioso. Los ríos de agua, rápidos como serpientes, nos acechaban a cada paso amenazando con inundar nuestros pies desprotegidos. Mijail, Polina y yo caminábamos manteniendo una desordenada conversación medio en ruso, medio en español, con Polina como traductora y sin saber en ningún momento quien era exactamente nuestro receptor. El barrio, no ciertamente muy seguro, se me presentaba exótico con algunas manadas de perros callejeros aquí y allá guardando celosamente sus caminos y territorios. Al llegar al registro, noté algunas miradas entre curiosas, recelosas, extrañadas hacia mi persona. Mientras esperábamos a ser atendidos, Polina se ausentó durante unos minutos (que a mí me debieron parecer horas), ya que Mijail y yo no hacíamos más que reírnos con una expresión incómoda en la mirada e intentado establecer una comunicación entre penosa y tierna mediante gestos. Sus ojos me parecían acristalados a pesar de ser oscuros como los míos, su piel era pálida y sus rasgos soviéticos me agradaban y me acariciaban de una manera cálida a pesar de tener las tonalidades frías. También su voz, aún sin entenderla me abrigaba suavemente, especialmente cuando se dirigía a mí hablando en ruso. Podía imaginar todo lo que me estuviera diciendo, crear varias hipótesis en base a lo que Yana traducía cada tanto, que me permitían soñar en un país extranjero.
Pronto fui cogiendo la rutina propia de Rusia y especialmente del barrio. Antes de las siete de la tarde teníamos que estar en casa, para así burlar los peligros que pudiera traernos la noche, evitar a los perros callejeros, sujetar bien las bolsas a la salida del supermercado para evitar los hurtos, procurar no hablar en español en la medida de lo posible hasta que llegáramos al centro de Moscú y esperar en casa por las noches a que viniera Mijail Triepliov. Eso era indispensable. Ya desde la primera noche Polina y yo cogimos la costumbre de bajar al supermercado y hacernos con una botella de vino de nuestra tierra. Así podríamos reproducir nuestras tertulias madrileñas bajo techo ruso, sin perder la esencia española del vino. El primer día que la baboulinka nos vio con el vino puso el grito en el cielo- ¡Ya estáis con "la rojaza"! ¡Os volveréis alcohólicas! ¡Me vais a volver loca!- Polina y yo no pudimos más que echarnos a reír y seguir bebiendo aquella "rojaza" bajo la luz de las velas. Pronto me enteré de que Mijail tenía novia y tenían planes de boda, y aquello me hizo desilusionarme un poco. ¡Seré tonta! ¡Qué esperaba yo tener con una persona con la que no puedo ni hablar! Aún así le esperaba, le esperaba ansiosamente y me comía la tierra de las macetas del balcón por no arrancarme las uñas.
A la mañana siguiente cogimos el autobús para poder acercarnos en metro al centro. No hablé en todo el camino y aún así me sentía como un animal de zoológico observada como si fuera de otra especie. El color que cogí durante todo el mes de Julio en Sevilla no me ayudaban a deshacerme de mi exotismo, al que algunas personas mirarían con curiosidad, otras con entusiasmo y otras con recelo. En Rusia es donde pude sentir por primera vez la extraña sensación de sentirte extranjero. El Metro resultó ser tan espectacular como contaban las guías: Lámparas de araña, encofrados, puestos de comida con el característico olor a las empanadas recién horneadas y también había manadas de perros callejeros, pero en este caso eran amistosos e incluso tenían estudiado a quién pedir comida y a quién no consiguiendo sus objetivos mediante actuadas caras perrunas de pena. Subían a los atestados vagones del tren y sabían dónde debían bajarse. Los trenes pasaban como cohetes uno detrás de otro y lleno de personas de 2 metros de altura de media, agarrados a los distintas barras que había dispuestas por el vagón, haciéndonos sentir a Polina y a mi como dos pequeñas criaturas observadas por sus rarezas. Tanto las mujeres como los hombres poseían una belleza inusual. Ellas, subidas a altos tacones con ropa exuberante, caras preciosas maquilladas con esmero. Ellos, hombres altos, fuertes, en su mayoría rubios, con rudas facciones y ojos inquisidores. Me sentía entre fascinada y abrumada por aquella extrañeza a la que me presentaba. Luego, cuando la policía me detuvo en alguna ocasión para pedirme el pasaporte pude entender que no sabían bien donde encasillarme y pocas veces me preguntaban si era española, más bien se preguntaban si procedería de Iraq o de Afganistán.
El ritmo imparable del metro me hacía aferrarme con fuerza al brazo de mi amiga Polina, ya que me veía perdida en caso de que me desorientara, desapareciera de mi lado y no supiera interpretar las señales con letras en cirílico para volver a casa. Mi primer contacto con el centro me dejó sin aliento, según salimos del metro nos topamos de frente con la Catedral de Cristo el Salvador con sus cúpulas doradas imponentes contrastadas con el blanco del edificio. En el interior muchas personas ataban sus deseos para dejarlos en el interior, Polina y yo hicimos nuestras respectivas tiras sin decirnos la una a la otra lo que habíamos puesto. Seguidamente desembocamos en la Plaza Roja siendo para mí la más bella y la más grande de Moscú. Los distintos monumentos que la componen: el Mauselo de Lenin, los almacenes GUM, y la Catedral de San Basilio tienen una belleza tan imponente y sobrecogedora que solo puede ser superada por la iluminación nocturna.
Ese día dentro de la Plaza Roja nos vimos atraídas por una ceremonia ortodoxa que se estaba celebrando. De nuevo, la conexión espiritual que pude sentir en los países árabes la volvía a experimentar aquí con mucha fuerza. Sin duda se trataba de un viaje al pasado, una conexión con lo sagrado más remoto. A mi se me encogió el corazón y a Polina le resbaló una lágrima por la mejilla, que ni siquiera el humo del incienso pudo ocultar.


5/
Después de la visita al Kremlin, aquel día terminamos el viaje caminando por la calle Tverskaya, donde pude comprar caviar y una buena botella de vodka. Nos tomamos un café para combatir el frío y pusimos rumbo a nuestra casa. Allí nos recibió la baboulinka con el característico olor a pan y unos jugosos pepinillos en conserva, que a diferencia de la tierra que solía masticar, no rechinaban en mi cerebro. Así, intenté saciar inútilmente mi fiereza con aquellos pepinillos, hasta que escuché la dulce voz de Mijail entrando por la puerta, antes de lo previsto. Me recibió transformando mi nombre español a una especie de nombre ruso, como siempre solía hacer. Aquel día decidió quedarse a tomar vino con nosotras y a escuchar un viejo disco de flamenco que puse, mientras (siempre traducida por Polina) le contaba algunas curiosidades sobre el origen del flamenco en España, Camarón, Paco de Lucía o Carmen Amaya. Él iba escuchando muy atento mis palabras, casi sin mirar a Polina que se encargaba de hacerle llegar mi mensaje. En esos momentos me preguntaba como le sonaría yo en español y si sería tan dulce como a mí me parecía su adorable acento ruso. La abuela Nástenka estaba especialmente agitada ese día, corría de aquí para allá sin entender que era aquello que tanto estaba obnubilando a Mijail. Las altas horas de la noche y "la rojaza" no le parecían adecuados para nuestra situación.
Salimos al balcón, esa noche estaba especialmente despejada y se veían las estrellas dibujadas en el firmamento. Los tres las observábamos en silencio, con alguna palabra esporádica entre calada y calada de unos cigarrillos compartidos. Polina decidió salir a calmar a la abuela que tan alterada estaba, dejándonos a Mijail y a mí a solas en el balcón. En ese momento el silencio hizo aún más pesada la tensión que indudablemente existía entre nosotros. Ni siquiera me atrevía a mirarle. Y si lo hacía, apartaba rápidamente la mirada, y no porque me incomodara, sino porque me gustaba demasiado. En ese momento Mijail cogió una libreta y me dibujó un conejito, sonriente y de grandes orejas, no entendí demasiado que me quería decir pero nos reímos dulcemente y lo guardé con mucho cuidado entre las páginas de un libro. En ese momento ya no me hacía falta apartar la mirada, cuando entró Polina entre divertida y desenfadada hablando sobre su abuela, que ya estaba más calmada, pero alerta porque conocía a sus queridos nietos. Se hizo muy tarde en cuestión de segundos y Mijail ya no podía volver a su casa, así que decidió quedarse a dormir en el sillón que estaba ubicado en nuestra habitación a pesar de las negativas de la abuela. Él se impuso y no dio pie a más discusión: dormiría en el sillón.
Polina y yo nos acostamos en la cama de matrimonio y apagamos las luces.
Normalmente el sueño me esquivaba y aquella noche no iba a ser menos, especialmente sabiendo que tenía a Mijail durmiendo a menos de dos metros de mí. Los sonidos se notaban acentuados y no quería ni moverme a pesar de que se me estaba durmiendo el brazo derecho, estaba situada de espaldas a él y no tenía intención de cambiar la posición. De pronto noté que se revolvía en su asiento, ¿se estaba levantando? ¿iría al baño?, aquellas preguntas carecieron de sentido cuando noté una corriente de aire frío directa a mis riñones, la sábana se estaba levantando y él sin duda se estaba acomodando a mi lado. Contuve la respiración, cerré los ojos, me quedé inmóvil mientras sentía el calor de su cuerpo pegado al mío. Pronto no tuve más opción de volverme, mientras me atraía hacía si con una mano y me acariciaba con la otra nos miramos durante unos segundos, esta vez sí directamente a los ojos y nos besamos muy suavemente. No podía respirar, me ahogaba y un calor sofocante me recorría todo el cuerpo, sentía el palpitar de mis labios y de mi corazón, ya no había marcha atrás. Nos amamos y nos unimos repetidas veces entre sordos gemidos y palabras incomprensibles. El cansancio pronto me atrapó en un sueño  dulce y pesado.
A la mañana siguiente le oí hablar con la abuela en un tono muy elevado. Sin duda, no había aprobado que pasara allí la noche y menos aún conmigo dentro de la habitación. Finalmente se dieron un beso, se despidieron y se fue. Se fue dejándome el dibujo del conejito a mis pies.
6/
Pasaron varios días sin ver a Mijail y mi ansiedad aumentaba de manera proporcional a mi consumo de vodka y vino. Fui con Polina a ver el museo Pushkin de Bellas Artes, y no me quitaba a Mijail de la cabeza. Un calor sofocante me poseyó de nuevo al admirar la réplica del David de Miguel Ángel. La tristeza me consumía y Polina ya no sabía como consolarme. La tensión del choque con un mundo tan distinto al mío no hizo más que aumentar mi fragilidad sensitiva. En los días consecutivos nos bañábamos en lágrimas y alcohol y yo notaba como mi pecho y mi corazón iban menguando, paso a paso, hasta que dejara de circular la sangre.
Cierto día, acompañados del buen Viktor y su mujer, visitamos el Museo del Juguete, dónde las enternecedoras figuras de conejitos se me clavaban como espadas en el corazón, en la espalda, en el tobillo... Finalmente, decidí comprar un lobo de madera, mecanizado mediante una cuerda y una pelota, en un remoto deseo de que la madre naturaleza siguiera su curso y el lobo se comiera al conejo. La siguiente parada fue el monasterio Novodévichi. Este monasterio fue utilizado por Iván "El Terrible" y Pedro "El Grande" para recluir a las mujeres rebeldes de las familias nobles. Sin embargo, poco quedaba de ese angustioso pasado, el monasterio significó para mí un remanso de tranquilidad fuera del bullicio de la ciudad y de la tierra de las macetas del balcón. Un manantial emanaba en el centro del monasterio y las gentes hacían cola para poder llevarse una botella de agua bendecida. Yo aún no siendo demasiado creyente de esos asuntos, en esta ocasión guardé la cola, bebí suavemente mientras el aguar recorría mi cuerpo y tranquilizaba mi alma y recogí celosamente mi botella mágica en el bolso. Polina compró unos iconos bizantinos de Jesucristo y me aseguró que tenían poderes especiales. Así que, de nuevo dejamos nuestros más oscuros deseos en las cintas que más tarde ataríamos en el interior de la Iglesia y esa vez también yo me llevé un icono.
La tarde en el monasterio renovó mi paz interior, pero la falta de sol y la ausencia de Mijail no despejaban mi tristeza. Las nubes se cargaban en mi espalda y empecé a sentir un deseo irrefrenable de volver a Madrid. Un deseo tan fuerte, que me mantuvo en estado de shock durante varios días mientras decidía si cogía un avión antes de tiempo yo sola, o no. Polina procuraba disuadirme, pero siempre ha tenido una sensibilidad especial y conseguía entenderme y no presionarme. De pronto, el ruso no me parecía tan especial de la boca de otras personas. Solo conseguía abrumarme y hacerme sentir desplazada, mi cabeza se apoderaba de mí en las largas conversaciones familiares cuando íbamos de visita de aquí a allá. Sin embargo, lo prefería así. Estar continuamente traduciendo era muy cansado, especialmente para Polina, a la que no culpo de querer entablar una conversación fluida con sus amigos y familiares. En esos momentos aprovechaba para perderme en mi propio yo, intentar hablar con mi miedo interno. Moscú se me había metido hasta en las entrañas de una manera tan intensa y fugaz que mi cuerpo procuraba digerirlo al mismo ritmo, pero no le daba tiempo, se digería a grandes trozos provocando una carga que cada vez me era más difícil de llevar, me pesaba, me pesaba enormemente. Poco a poco, mi cerebro en una desesperada huida comenzaba a entender los letreros en cirílico del metro y a intuir el ritmo y el tema de las conversaciones de un modo aterrador. Me aterraba y me pesaba, me pesaba enormemente.


7/
En un intento por calmar y aligerar mi pesada alma, Polina me propuso visitar una de las típicas dachas o casas de campo rusas, acompañados de nuevo por Viktor y su mujer y en este caso también sus dos rubias y adorables hijas de no más de diez años de edad.  El viaje en coche a través de los altos y blancos abedules se me presentó como un sueño, como un viaje al interior, al subconsciente humano más profundo. La dacha era pequeña, una cabañita de madera en medio del bosque, con un pequeño huerto, donde la familia puso en práctica el cultivo de alimentos sanos y de frutos rojos. Cerca había un lago, rodeado de altas hierbas doradas, donde algunas personas se bañaban a pesar de las bajas temperaturas. Las  niñas, en su incesante actividad, nos llevaron a través de los caminos trotando de un lado a otro mientras nos daban a probar los diversos frutos rojos de sus matorrales. Polina y yo, con los labios rojos, bañados en frambuesas, íbamos siguiendo sus cabellos dorados, que reflejados bajo el sol, se confundían con las altas espigas. Una vez en el lago, unos insectos que bailaban de un lado a otro en elegantes movimientos planos, se posaron en nuestros pies, introduciendo unos aguijones, largos como espadas, en nuestra piel. Así, nos picaron una y otra vez hasta que nuestros pies aumentaron por lo menos dos veces su tamaño. Aquellos días en la dacha
pasaron lentos, grises, silenciosos y melancólicos. Las nubes opresivas danzaban bajas en el cielo, descargando todo su peso sobre mi mareada y embotada cabeza.  Las constantes conversaciones en ruso y el aislamiento en la naturaleza no hicieron más que aislar mi cerebro, que reproducía los mismos pensamientos una y otra vez de una forma enfermiza, casi esquizofrénica. Un día al atardecer me senté a contemplar el paisaje, las casas, los árboles, las puertas como bocas amenazantes, las ventanas como ojos contemplativos y sentí una absoluta tristeza en mí alma ante tal visión, sólo comparable con la ausencia de alma, la falta de vida, la total extinción de los sentimientos, la caída del telón. Sentí congelarme, hundirme, sentirme atrapada por mis propios pensamientos. Ellos tenían el control y yo no tenía nada que hacer. ¿Qué era aquello que tanto me desconcertaba ante tal visión, si se presentaba de una manera que cualquier pintor o poeta podrían considerar hermosa? Me vi obligada a rendirme, dejar que ellos tomaran el control, no tenía fuerzas para luchar contra los sombríos pensamientos que me acosaban. De pronto, unas voces me sacaron de mi ensoñación, pude comprender, aún no se de que modo, que Viktor y Polina hablaban sobre mí, querían saber como me encontraba y en el súbito momento en el que Polina se dirigió a mí para preguntarme no pudieron salir palabras de mi boca, sólo un gemido que escapaba raudo, lágrimas que serpenteaban por el oceáno de mi cara para morir en mi boca y palpitaciones que resonaban en mi cabeza como el sonido de ultratumba. Corrí atravesando el jardín hasta el interior de la casa, y me senté en un sofá a empequeñecerme bajo el techo, como un perro apaleado. Polina y Viktor me siguieron, preocupados pero sin juzgarme y se sentaron a mi lado. Me sorprendió esa actitud por parte de Viktor, ya que era una persona a la que no conocía y difícilmente podría conocer. Su voz sonaba silenciosa, comprensiva y con cierto toque de ternura. Así fue como me habló por lo visto en calidad no sólo de persona naturalmente preocupada por uno de sus invitados, sino también de psicólogo. Así me preguntó sobre aquello que pasaba por mi mente, lo que me preocupaba y lo que sentía. Se trataba, según él decía de una explosión que este lugar había detonado por algo que debería estar guardando desde mucho tiempo atrás. Sus palabras me parecían llenas de verdad y pensé que si no procuraba entender esos sentimientos y sensaciones que me abordaban, moriría. Temía y aún temo, los acontecimientos futuros, por sus resultados. Temblaba al pensar en pequeños incidentes que pudieran agitar mi alma. Sin embargo, de lo único tenía miedo era del terror, no del acontecimiento en sí. Y sabía que si no paraba esos pensamientos, algún día moriría al tener que enfrentarme al fantasma, al miedo. Dándoles mis más sinceros agradecimientos, solicité poder quedarme a solas en la casa, mientras ellos iban a dar un paseo por el lago. Procuré tenderme en el diván mientras esperaba a que el sueño o quizás sólo la más blanca calma ausente de pensamientos, me visitara en vano.  Traté de calmar mis demoníacos pensamientos a base de razonamientos, pero desde hace mucho tiempo la razón también me había abandonado. Traté de controlar mis nervios y mi acelerada respiración, pensado que todo aquello no provenía del lugar en el que me encontraba. Pero todos mis esfuerzos carecieron de resultado, un temblor y varios espasmos se apoderaron de mi cuerpo haciendo imposible mantenerme tumbada. Dominada por un intenso e inexplicable sentimiento de horror intenté calzarme a toda prisa para ir en busca de Polina al lago, pero inmediatamente me sentía avergonzada por mi penoso comportamiento e intenté desembarazarme de él caminando de un lado a otro por la estancia. Me encontraba ya en mi tercera vuelta cuando un paso en la escalera exterior de la puerta llamo mi atención. Lo reconocí como de Polina. Llamó a la puerta suavemente y una lámpara precedía a la figura que lentamente emergía del exterior. Poco a poco pude ver que la silueta no era la de Polina, era masculina, pero no parecía ser Viktor. Un semblante cadavéricamente pálido comenzó a hacerse más nítido. Los ojos carentes de expresión se me revelaron al ver la característica cristalinidad, Mijail había venido a verme. Su expresión me horrorizó, pero cualquier visita era bien recibida, antes de tener que seguir soportando esa insoportable soledad. Pensé en hablarle, en el deseo de poder contarle lo que me pasaba, pero no fue necesario. Alargó su mano hacia mi rostro y pude sentir la comunicación del alma, una comunicación mas allá de la verbal, lejos de las fronteras impuestas por el lenguaje y las palabras. En ese momento dejé de sentir miedo y angustia para dar lugar a un éxtasis que aumentaba gradualmente sumiendo mi cuerpo en una experiencia mística fuera de lo natural. Mijail terminó fundiéndose dentro de mí mientras yo levitaba sumergida en el apoteosis final del placer que hizo salir mi alma de mi cuerpo descendiendo sólo en el momento en el que pude volver a respirar. El esfuerzo me dejó sin aliento y caí sumida en un sueño profundo, con la respiración leve del umbral con la muerte. En el preludio del sueño, sentí que si no controlaba mi mente, podría morir en ese momento. Iba a morir en ese preciso instante.
8/
Un ave negra de acristalados ojos revoloteando encima de mi cabeza consiguió despertarme. Caminaba por todo mi cuerpo y me azuzaba suavemente con el pico. Por un instante pensé que aún seguía sumida en un profundo sueño, pero un insistente dolor de cabeza me devolvió a la realidad. Entre tumbos y balbuceos conseguí abrir la ventana para liberar al animal encerrado, se posó en mi mano, me miró fijamente a los ojos y salió volando desapareciendo entre los abedules. Dejó la marca de un baile entre la hojarasca a su paso. En ese momento no fui capaz de comprender la naturaleza de la situación y me preguntaba donde estaría Mijail, cuando entró Polina con una cesta llena de moras y una entristecida sonrisa en la cara.
-He traído unas moras para el camino de vuelta. Tengo que hablar contigo -dijo Polina al borde del llanto.
-¿No has visto a Mijail en el jardín? Vino esta tarde, pero me quedé dormida-dije aterrorizada por la ausencia de Mijail sin prestar atención a su semblante- Ahora no se donde está.
-Precisamente de Mijail quería hablarte- dijo Polina, ahora sí derramando unas pesadas lágrimas que apenas le permitían hablar- Me ha llamado mi baboulinka para decirme que Mijail ha muerto. Se le ha parado el corazón. Simplemente se le ha parado.
Polina se echó a llorar desconsoladamente en mi regazo rota por el dolor.
-No puede ser Polina, acabo de estar con él, aquí en esta misma cama.¡No puede ser!- no recibí respuesta alguna por parte de Polina, sólo lloraba.
-¡No puede ser!¡ No puede ser! ¡No puede ser!-grité. Grité con toda mi alma, con los ojos desorbitados, presa del pánico y del dolor.
¿Podía ser posible que ya me hubiera vuelto loca? ¿Quizás soñé el encuentro con Mijail? ¿Es posible que hubiera llegado el momento en el que no sabía diferenciar el mundo real del sueño?
No recuerdo nada de las últimas horas antes de partir de nuevo hacia Moscú.  A Polina, quién antes de entrar al coche me sostenía de las manos, la hablé con lágrimas en los ojos del alcohol que soportaba mi alma, pero no necesariamente mi corazón enfermo. A mi misma me dije que aún tenía mi dibujo y mis recuerdos de anoche, que aún no había visto el cuerpo muerto de Mijail y mis recuerdos eran nítidos. Aún era libre, libre para mantenerle vivo.
9/
Algunas millas de camino suave separaban la dacha de los Vasilíevna. El camino se me presentó blanco y verde, blanco y verde diluido en mis pensamientos que se redujeron a la  nada. Bajé del coche y cerré la puerta. Qué rotundo, qué doloroso sonó ese portazo en ese día tan abstracto, tan lleno de sin sentido. Llamé al timbre y un eléctrico impulso me recorrió todo el cuerpo, Polina me seguía, destrozada, sin habla, sin llanto. La baboulinka, blanda como una magdalena, ojos rojos, alma en pena. Las ropas de nuevo blancas y azules, diluidas en lágrimas.
-Mijail está allí- dijo señalando hacia el salón, haciendo pasar mi mirada por los pasillos enmoquetados, en un paisaje más bien primitivo hasta llegar al lecho mortuorio donde sin duda descansaba Mijail, blanco, verde...¿morado? El mismo aspecto con el que le había visto hace tan solo unas horas. Aún sin pensar que pudiera ser posible la hazaña que había sido obligada a vivir, me dediqué a tocar con un dedo el cuerpo inerte desde la cabeza hasta los pies.
Está muerto...
El shock no me permitió moverme, ni siquiera cuando Polina entró inundando el cuarto de un llanto silencioso, que terminó por devolverme a la realidad. Mi necesidad de volver a España se acrecentaba por momentos. Moscú me estaba enseñando algunos de los duros golpes de la vida, que yo como mujer aún inmadura no estaba preparada para recibir. Cogí el próximo vuelo a Madrid con ansiedad y premura, llevando mi maleta en una mano y el libro de "Réquiem por un sueño" en la otra con el dibujo de Mijail en su interior. Sentía mi corazón en un puño y el alma desgarrada. Noche tras noche, el dolor mantenía en vilo mi corazón, pero nublaba mi cabeza. Día tras día me preguntaba el significado de aquel conejito dibujado a vuelapluma. Sin embargo, el tiempo se toma muy en serio su trabajo y según pasaban los días comenzaba a ver con más normalidad aquel dibujo y más difuso mi encuentro con aquel Mijail fantasmal.
Y así pasaron los años...
Un día, Polina y yo recordábamos divertidas aquellos días en Moscú cuando le enseñé el dibujo de Mijail, aún conservado en aquel libro. De nuevo, hice aquella pregunta retórica:  ¿qué podría significar? Pero en ese momento Polina pudo darme respuesta. Me contó que Mijail cuando era pequeño no tenía a nadie con quién dibujar, solo dibujaba con la madre de Polina, así que recordaba el dibujo como un paraíso en mitad del desierto. En resumen, me regaló su mejor recuerdo de la infancia, su momento más puro y preciado. Me regaló su pureza y yo la conservaría para siempre. Sabía que era importante y por eso lo tuve siempre cerca, hasta hoy, que escribo estas líneas antes de que Polina venga a recogerme para ir al aeropuerto y volar de nuevo a Moscú...pero esta vez no es para ver a Mijail. A él le puedo ver cada noche en mi ventana, revoloteando mientras espera ansioso a que le abra y le deje extender sus alas danzando alrededor de mi cuerpo, de mi alma, de mis sueños.






06 noviembre 2014

PRELUDIO DE UNIÓN ETERNA

A veces en la vida crees que no puedes soportar tanto sufrimiento, que de alguna manera terminará por causar tu muerte al igual que lo causa una enfermedad o un accidente. Sin embargo, no sé que juego del destino ha hecho que nuestro cuerpo aguante todo tipo de dolor y sufrimiento manteniéndonos en una especie de semi-vida en la que no puedes morir porque no hay motivos, ni vivir, exactamente por la misma razón.
Así, van vagando una gran cantidad de almas en pena en el borde de la vida y la muerte caminando sin rumbo, donde los días se tiñen de una melancólica atmósfera muy parecida a la del otoño. Días oscuros, silenciosos y aburridos. En algunos casos, el fantasma del dolor permanece tranquilo habitando nuestros cuerpos, alimentándose muy despacio de nuestras almas. En otros casos, se alimenta de una forma tan voraz, que el dolor y la tristeza se hacen insoportables, hasta el punto en el que ni siquiera lo poético de la melancolía te alivia. En ese momento luchas por expulsar tu alma y que por fin se libere en paz, fuera de la carga de la carne. Pero de nuevo lucha por mantenerse en un instinto de supervivencia tan egoísta, tan macabro, tan ajeno... que no queda otra que resignarse exento de energía y voluntad a cualquiera de sus decisiones.
Me cuesta recordar los momentos de pura felicidad a lo largo de mi vida, pero casi siempre me vienen recuerdos de la infancia. Supongo, que como todo niño también pasas muchos momentos de tristeza y más si se trata de una persona altamente sensible. Pero mi mente ha decidido  borrar esos momentos para dejar aquellos en los que sonreía continuamente. Parece que los momentos de tristeza de mi infancia han sido trasladados al presente, creando una paradoja en la que la felicidad exenta habita en mi infancia y la tristeza infantil la revivo en el ahora.
Me resulta difícil acordarme de manera ordenada de mis vivencias más recientes. Casi no recuerdo como la conocí, puede que sea porque se metió en mis pensamientos de una manera silenciosa, casi imperceptible. Era muy bella. Tenía uno de esos rostros que eran propios de una mujer casi arabesca. Tenía unos veinticinco años. Hermoso pecho y cuello. La piel; aceituna. Cabellos y ojos morenos, con el blanco bien marcado, creando un halo de misterio en su mirada. Los dientes los mostraba poco, a pesar de ser bellos. Los labios levemente pintados. Vestía de forma llamativa, sin lujos, pero con una elegancia exquisita. Sus manos y sus pies respetaban las proporciones, desde luego. Tenía una voz dulce, al igual que el olor natural que desprendía. A veces se reía a carcajadas, pero normalmente tenía una expresión apenada y perdida. Sin duda era inteligente y culta, algo que le hacía sufrir en sus interminables preguntas. Tenía un completo dominio de varias lenguas; francés, inglés, árabe y lenguas clásicas. Sabía de arte, música, literatura, pero también de física, anatomía y biología. Nunca me sentí inferior a ella ni mucho menos. Este hecho se me presentaba de un modo intenso y apasionado y aunque en ese momento era consciente de la grandeza de su intelecto, es ahora cuando me doy cuenta de su aprendizaje... ¡Soberbio! ¿Qué voy a hacer ahora que sé que no está? Mi mundo se ha reducido a una ignorancia infinita de la que no consigo salir porque ella era mi mentora. 
Aunque entre los dos había una relación basada en el cariño y el amor apasionado, había una esclava sensación de pertenencia. Sin embargo, siempre se me ha antojado como algo romántico, puro, apasionado, veraz... No creo en otro tipo de amor, sólo en la sensaciones extremas que ella me provocaba. Cuando nos amábamos tiernamente, incluso en los actos cotidianos, tenía que haber contacto entre nuestros cuerpos, un entrelazar de las manos, un pie enredado entre los míos o colocaba su cabeza encima de mis piernas, mientras yo le acariciaba el pelo. Tenía una costumbre, que era la de juguetear con la piel de mi mano, la que hay entre el pulgar y el índice, la movía de arriba abajo, de abajo arriba. También en cuanto a amarnos había violencia: mordiscos, puñetazos...hasta hacernos sangre. 
Sin embargo, cuando nos amábamos odiándonos, había una fuerza que nos separaba físicamente y sólo había palabras, miradas y llanto. Y era en esos momentos cuando realmente sentíamos dolor y no con las bofetadas o los mordiscos cotidianos. Y cuanta más tristeza y dolor veía en su mirada, más la amaba. En muchas ocasiones me decía que me iba a matar, que algún día me iba a asesinar. ¡Hasta en eso nos entendíamos! Yo también sentía un deseo irrefrenable de matarla, clavar un cuchillo en su pecho, ahogarla en la bañera, asfixiarla...
-Pero sí algún día te mato -solía repetirme- luego tendré que matarme yo. Aunque no inmediatamente, ya que será la única oportunidad que tenga de soportar un dolor semejante.
¡Qué conversaciones más surrealistas! ¡Qué fatalidad del destino que a nosotros nos diera igual! 
Y así era nuestra relación...
Últimamente estaba sumida en una tremenda tristeza. No comía, no dormía, no salía. Sólo miraba su viejo álbum de fotos una y otra vez y leía libros sobre el sentido del universo y misterios como la resurrección, los fantasmas y el más allá. Hasta que se puso muy enferma. De pronto, comenzó a coger un color pálido, transparente, mortecino. El brillo de sus ojos aumentó y el palpitar de sus venas se hizo más intenso y azulado. Vi que iba a morir e intenté luchar contra ello de una manera obsesiva, casi enfermiza. Y no era el único, ella se negaba. Estaba aterrorizada y me pedía desconsoladamente que no la dejara irse. ¡Ojalá hubiera podido cumplir sus deseos! Por las noches, gritos desgarradores salían del interior de su garganta como el sonido de ultratumba. ¡No quiero morir!¡No quiero morir! Repetía incesantemente completamente ajena a mis consuelos y caricias. 
Estaba destrozado y aterrorizado. Por fin, se durmió presa del cansancio propio de tal esfuerzo; luchar contra la muerte. Y cuando volvió a despertar su voz se tornó dulce y silenciosa, llena de resignación y miedo. Me cogió la mano sin soltarla en ningún instante. Volvió a juguetear con ella, como siempre había hecho y poco a poco el movimiento fue cesando, la presión ejercida por la mano se fue liberando y entre sus últimos susurros escuché sus últimas palabras: "Al final no has podido matarme... pero no te preocupes,  mi alma siempre permanecerá a tu lado, en la vida y en la muerte".
Murió. Y yo, deshecho por el dolor, me quedé junto a ella día y noche, hasta que sus labios se contrajeron en el terrorífico rictus de la muerte. Su piel perdió el poco color que le quedaba en vida, adquiriendo un aspecto casi gomoso. Así que, en un vago intento por aliviar mis penas, salí y comencé a comprar de manera compulsiva muebles, cuadros, espejos, tapices y estatuas, que después coloqué con sumo cuidado en cada rincón de la casa. Ya nunca más nos daría el sol. Cerré todas las persianas para que nada ni nadie pudiera arrebatarme a mi amada, ni siquiera la muerte. Ya desde niño sentía las delicias de la oscuridad, y perderme en las sombras y las tinieblas no significaba ningún reto para mí. 
Renuncié a Dios. ¿Por qué has sido tan bueno conmigo ofreciéndome a alguien que me amaba? ¿Por qué debía yo, alguien tan insignificante, merecer a alguien como ella? Pero lo que no entendía por encima de todo era cómo me la habías podido arrebatar. Sólo un ser despiadado y egoísta podía hacer algo semejante. Así que, ya que Dios hace a los hombres a su imagen y semejanza, decidí convertirme en el ser más despiadado y egoísta de la Tierra. 
Pero lo peor era cuando mi ira pasaba a la tristeza. Necesitaba su cálido abrazo, pero también me lo habían arrebatado. Por mucho que pusiera sus lánguidos brazos alrededor de mi cuello, no era capaz de sentir calor, solo frío. El gélido frío de ultratumba. 
Hablaba con ella y solo había silencio. Después, presa de la locura y el dolor le gritaba inconsolablemente, pero no recibía ninguna respuesta. Ni violencia, ni llantos. Sólo muerte. 
Y así pasaron los días, el hedor comenzaba a ser insoportable y en su cuerpo descompuesto no parecía haber rastro de lo que algún día fue. Así, perdí la noción del tiempo y el espacio, los meses de aislamiento me sumieron en la soledad y la locura. Atormentado por el dolor caí al suelo, lleno de estupor, cuando un gemido bajo, casi imperceptible, me sacó de mi ensoñación. Procedía de mi amada, que acostada estaba en su lecho de muerte. Procuré no respirar para ver si se repetía tal acontecimiento. Entre la excitación y la locura solo se oía mi aliento. Así esperé largo rato, sin recibir respuesta alguna que valiera para mi estado. De pronto, vi como su rostro contraído comenzaba a adquirir cierto tono rosado, sus labios se relajaban y suavemente palpitaban. En ese momento sentí tal miedo que me quedé paralizado, mis piernas no respondían, el habla me había abandonado. ¡Pero era mi amada, posiblemente resucitada! Así que recobré la compostura y decidí salir a buscar ayuda. Cuando salí a la calle, el sol me hizo retirarme. Sin embargo, perseveré, ¡quizás Dios me había escuchado por una vez! Así, conseguí contactar con un médico para explicarle tal fenómeno. En esta ocasión ya no tenía miedo, sólo sentía regocijo e impaciencia. Conseguí arrastrar al doctor hasta nuestra vivienda, a pesar de su reticencia. Cuando llegamos no pudo ocultar su horror. Los ojos desorbitados, arcadas de disgusto, largos gemidos de espanto...
Entré en el cuarto, y regocijado miré tiernamente a mi vivaz esposa. Con sus mejillas sonrosadas y un respirar tan pausado que era pura poesía. Hice llamar al doctor, y en un breve período de tiempo, que para mí sin duda fue una eternidad, el color desapareció de sus labios y sus mejillas. De nuevo, la carne contraída y blanca como el mármol, el frío y el silencio de ultratumba volvían a mí como una pesadilla. No pude más que hundirme, agarrado en el suelo mientras oía al doctor como en un sueño. 
-Se encuentra usted en estado de shock. La casa está en condiciones de insalubridad máximas, hay que enterrar el cadáver de su esposa. Ya ni siquiera es reconocible. Los gusanos van a terminar por comerle a usted también. 
No me moví, no reaccioné. Sumido en una serie de visiones, por fin hablé y consentí el enterramiento que el doctor creía un acierto. Paralizado por la desdicha que sentía,  contemplé como el doctor contactaba con el sepulturero, la policía y el loquero. Había un desorden atormentado en mis pensamientos. Así que, le rogué que me  concediera unas horas para reponerme y despedirme a solas de mi amada esposa. Cierta desesperación vería el doctor en mis ojos, ya que su compasión consintió tal petición. 
Así me encuentro, escribiendo todos mis pensamientos. Y si tal sufrimiento no puede acabar conmigo, ni tampoco Dios, la última copa de cianuro en el lecho de mi esposa, hará tal honor. Las manos entrelazadas y el silencio, son sólo el preludio de nuestra unión, una vez muertos. 



22 septiembre 2014

UNA NOCHE EN LA ÓPERA: Estreno de Las Bodas de Fígaro en el Teatro Real.

Mozart contaba con treinta años cuando compuso esta obra y sobra decir que se sintió más que bien con esta labor desde el comienzo. Fue estrenada en el Burgtheater de Viena el 1 de Mayo de 1786 en una época de cierta tensión social, lo que provocó la supresión de todas las escenas políticas y sociales, creando una ópera galante y amable dotada de un eco de fina comedia.

                         
                     
Desde la reinauguración del Teatro Real Las Bodas de Fígaro se han podido escuchar hasta en cinco ocasiones sobre su escenario. Sin embargo, para mí era la primera vez que podía disfrutar de su puesta en escena (por Emilio Sagi) y cabe decir que la última obra de Mozart que vi en el Teatro Real fue un Don Giovanni bastante mediocre, que solo recibió malas críticas por parte de todos los públicos. Es probable que estas Bodas de Fígaro tuvieran pocas innovaciones respecto a las anteriores veces y que haya muchas partituras aún por representar sobre el escenario madrileño. Sin embargo, me alegro de que se haya podido repetir, para poder asistir a una de las obras mas exquisitas de Mozart donde los personajes trascienden a un auténtico plano filosófico.

                       

Entre las arias, son muy importantes las de Fígaro y las del personaje Cherubino. Fígaro, interpretado por Andreas Wolf, no ha estado a la altura de las de Mozart, quien incluso llega a cambiar de acentuaciones para salvar varias frases. Tampoco se puede rescatar a Sylvia Schwartz como Susanna, a quien apenas conseguía oírse, y lo mismo se podría decir de Elena Tsallagova, con un simple y poco acentuado Cherubino.

                     

Luca Pisaroni, como el conde de Almaviva, fue uno de los mejores de la velada. Sin embargo, musicalmente, las más ricas y exquisitas arias van a ser las de la Condesa de Almaviva, con un brillo deslumbrante y una orquesta magistral.  La Condesa de Sofia Soloviy consigue demostrar una sensibilidad y musicalidad propia de las escenas de Mozart. Fue especialmente emotivo el momento del perdón donde sin duda consigue transportarnos a una divinidad mozartiana.
En los conjuntos, donde tenemos coros, dúos y tercetos, que hacen mucho más movida la trama, Mozart consigue una auténtica armonía de conversación y no un barullo descontrolado. Esto se puede ver en uno de sus grandes finales, el mas famoso es el del Acto II, a partir del N. 15. A lo largo de 937 compases se pasa de un dúo, a un trío, cuarteto, quinteto, sexteto...hasta llegar al septeto sin que decaiga ninguno de los personajes. No solo se consigue un contrapunto perfecto, sino que cada personaje está elaborado de la manera más fina. Es tan sublime que se ha considerado la mayor obra maestra operística.

                           

En conjunto, una puesta en escena, orquesta y coro muy acertados. Desde el comienzo hasta la última y magnífica escena nocturna se puede notar una idea shakespiriana. El hecho de que esté concebida de una manera clásica se agradece, aunque algunos lo consideren algo peyorativo. Sencilla, clásica, elegante y con estilo.
Esta ópera no fue ningún encargo de la corte u otra institución artificial, se trataba de una asociación artística entre Wolfgang y Da Ponte. A pesar del volumen de la partitura y la complicada trama , Las Bodas no son demasiado largas y transcurren con mucha espontaneidad, ya que tanto el maestro como Da Ponte, cuidaban mucho ser breves y concisos. Mozart ha descubierto con Las Bodas de Figaro la más secreta naturaleza del hombre.