29 enero 2015

APOLO Y DAFNE

Ojalá pudiera contar con pelos y señales como llegué al centro psiquiátrico, pero cada vez que intento exponer mis recuerdos, son refutados por otras personas llegando a confundirme e incluso manejan mi masa cerebral a su total y absoluto antojo. Aunque ya les dije, que si querían, la próxima vez podrían hacer Steak Tartar con él, comérselo en sushi o rebozado. Así por lo menos, el órgano más importante y preciado de mi cuerpo tendría algún tipo de utilidad. Nutricional en lugar de intelectual, pero una utilidad al fin y al cabo.
Todo comenzó desde mi más tierna infancia. Ya desde pequeña desarrollé un miedo inusual a la muerte y a dormir sola. Una noche, viendo una película de gladiadores con mi padre, pude experimentar por primera vez, la cualidad efímera de la vida. Las secuencias sangrientas de los cuerpos desmembrándose, la sangre espesa derramándose a borbotones y los ojos inmóviles acaparando la totalidad de la pantalla. Aquello penetró en mi mente con tanta fuerza, que no pude dejar de preguntarme como sería la sensación de sentirse sin vida y qué pensaría la mente en los minutos previos a la muerte. Por aquella época desarrollé la insana costumbre de dormir con la puerta abierta y no dejar a mi padre retirarse a la cama hasta que yo no me hubiera dormido. Aún así, cuando el sueño estaba a punto de invadirme me sobresaltaba, presa del pánico, confundida ante si aquello era mi muerte o no. Entonces gritaba, gritaba hasta quedarme afónica y ver la silueta despeinada de mi padre en la oscuridad tratando de encender la luz de mi cuarto.
Con el paso del tiempo, a mi tanatofobia, se sumaron una serie de alucinaciones nocturnas en las que millones de insectos, arácnidos y miriápodos inundaban las paredes de mi cuarto, la cama y las sábanas hasta que subían por todo mi cuerpo restregando ligeramente sus patas hasta que de nuevo gritaba. Pero en este caso, la figura despeinada de mi padre no conseguía sacarme de mi terrible alucinación artropodariana, sino que continuaba durante unos segundos hasta que conseguía ser calmada por la paciente, pero poca cariñosa actitud de mi padre debida al cansancio. Con el tiempo, pude superar esas alucinaciones.
Con mi madurez y mis primeras relaciones amorosas,  aquellos traumas infantiles salieron a la luz de las formas más extrañas y excéntricas, llegando en ocasiones a sorprenderme a mí misma. La necesidad de sentir una calma espiritual para poder dormir se convirtió en algo común, usando los somníferos como herramienta cuando aquello no era posible. No todas mis parejas, ni amigos han conseguido comprender mis problemas con el sueño. Eso será posiblemente porque no han tenido una mantis religiosa y una cucaracha danzando en sus cuerpos, ni la muerte les ha susurrado a su inocente oído mientras se agarraban a su osito de peluche. Mi incontrolable impulso de convertir mi cama en un océano de peluches se vio traducida en mi madurez en mi vida noctámbula y en la implacable necesidad de otro cuerpo humano en mi cama (sólo el de alguien al que quisiera, sino preferiría a los ya nombrados amigos peludos). Sin embargo, ¿qué podría hacer un simple mortal o un conejito de peluche ante la muerte o los dictiópteros? ¿No habría sido mejor dormir abrazada a un insecticida? Para los insectos... ¡desde luego! Tampoco descarto que a la muerte le resultaran molestos esos vapores. Al menos es más efectivo que usar a una persona humana como arma, teniendo en cuenta que la muerte colecciona sus almas, como si de canicas se trataran.
Estas excéntricas molestias de mi personalidad han sido compensadas con una necesidad voraz de conocimiento y una sensibilidad especial hacia las artes. Mis padres me procuraron una serie de años de piano y ballet, que sin duda marcaron más que mi personalidad, mi alma. Sí, creo que tengo alma y además ocupa una gran parte de mi cuerpo. Me eleva, me magnifica y me hace volar. Pronto mis ambiciones y mi apetito cultural se fueron haciendo más y más grandes haciéndome participar en todo tipo de manifestaciones artísticas: pintura, escritura, dibujo, cine, literatura, fotografía, música, baile y teatro. Ninguna de ellas se me daba mal y en todas me sentía plena, volátil... feliz. Mi familia siempre tuvo un gusto especial por la cultura, así que me apoyaron. Pronto les superé en conocimientos y expectativas, nada era pequeño para mi mente: vivía Don Giovanni, amaba a Chopin, bailaba con Bergman, sentía a Van Gogh, me perdía con Miguel ángel, lloraba con Nureiev y moría con Dostoievski. Mi mayor sufrimiento era no ser comprendida, mi mayor frustración no poder absorber todo, ¿mi mayor miedo? Mi mayor miedo, por encima de todo era no poder vivir con ellos.
Los años de universidad en los que estudié Historia del Arte, me hicieron inmensamente feliz, ya que mi sed de conocimiento era apaciguada con creces, las nuevas amistades con ambiciones parecidas a las mías conseguían llenar mi insaciable apetito. Siempre pensé que todo esto era un punto a mi favor y que el mundo me reservaría un sitio, un sitio que no tenía por qué ser importante, sólo quería dejar huella. La sensibilidad quiere ser expresada, si se mantiene encerrada...puede matarte. Y durante mucho tiempo mi sensibilidad quería no solo expresarse, sino expandirse, inundarlo todo, ahogarme. Sin embargo, eran tiempos difíciles y las personalidades creativas no entienden de paciencia, necesitan salir al mundo antes de marchitarse o de morirse. Continuamente me asaltaban ideas de muerte repentina o enfermedad, pero no me daba miedo morir, me daba miedo morir sin haber dejado una huella artística, una huella de mi alma. Se me presentaba demasiado difícil la idea de dedicarme a una vida artística a la vez que tenía que luchar por sustentarme. La búsqueda de trabajos mecánicos para mi sustento comenzaba a marchitarme. Al principio se manifestaba mediante depresiones, que cuando me dejaban levantarme de la cama, aprovechaba para canalizarlas a través del carboncillo o la escritura. Seguidamente mi lucha desesperada por tener aquella vida que no sólo deseaba, sino que necesitaba para poder respirar se hizo más fuerte agotando todas mis energías. Y así es como de pronto un día me levanté de la cama y había perdido todo mi pigmento. Cabello, piel, ojos y corazón se presentaban en blanco y negro, un precioso blanco y negro de Viridiana.
Asustada me miré al espejo, en un principio pensé que podría ser una enfermedad ocular o cerebral, pero todo lo que estaba fuera de mi cuerpo se presentaba ante mis ojos con más color que nunca al marcar el contraste con el blanco y negro de mis poros. Observé mi pelo y mi rostro y me vi muy bella, por fin me parecía a Liv Ullman, a Audrey Hepburn, a Charlie Chaplin. Llamé a mi mejor amiga Mina para confersárselo y después de verme unos minutos llamó al doctor para que me examinara. Todo parecía normal, ninguna enfermedad reseñable, ninguna pista sobre que podría ser aquello.  Simplemente había perdido el color y tendría que convivir con ello hasta que se encontrara alguna solución. Los primeros días me negaba a salir a la calle, me encerraba en casa y me sentía bien, por fin podía escribir, pintar, leer, ver cine, respirar, sentir, vivir. Al cabo de unos días Mina comenzó a preocuparse por mí, temiendo que me volviera huraña y tuvo una idea: salió a comprar un maquillaje potente, lentillas, tinte, y guantes. Y se puso manos  a la obra, me tiñó el pelo, me puso lentillas, maquilló toda la piel visible de color carne, dio color a mis labios, me vestí y me puse los guantes.¡Voilá! De nuevo volvía a ser una persona normal, ya podría salir a la calle sin ningún temor.
Al principio, me sentía muy insegura, caminaba deprisa, la cabeza agachada, con gafas de sol, guantes y gorro, pero poco a poco fui ganando confianza y salía mucho más segura a la calle. Hasta que un día, en un museo mi cuerpo rechazó el maquillaje. No me di cuenta hasta que mis guantes comenzaron a mancharse y las lentillas salieron disparadas colándose en la boca de uno de los visitantes. El maquillaje caía a borbotones, se me caían los guantes, intenté salir corriendo de allí pero la ropa comenzó a despegarse de mi cuerpo quedándome desnuda, en blanco y negro, junto a una escultura de Apolo y Dafne de Bernini. No quise mirar, la cabeza dada la vuelta con el pelo inexplicablemente al viento, cuando comencé a sentir el brillo, los fogonazos de los flashes.  Decidí darme la vuelta y no vi gente extrañada, ni escandalizada, sólo miradas atentas que admiraban y volteaban alrededor de mi cuerpo, otros fotografiaban, otros esbozaban. Una lágrima también en blanco y negro recorrió mi mejilla para desembocar en la comisura de mis labios. Ahora eran ellos los que vivían, los que sentían, los que bailaban, los que volaban, pero conmigo.
Pronto el color volvía a mi de nuevo, gradual pero rápidamente, hasta el punto en que no pude reaccionar cuando los guardias ya me estaban tapando y entregando a la policía. Exhibición y escandalo público. Conté mi historia una y otra vez, pero nunca fue creída y el centro psiquiátrico ha resultado ser mi nueva casa después de muchos exámenes psicológicos y juicios. Hoy vuelvo a escribir sobre esto con mi mano y mi alma en blanco y negro, pero esta vez nadie podrá arrebatarme mi huella. Con mi muerte, también en blanco y negro, a la que ya no tengo miedo,  espero perdurar así para siempre y coronar mi tumba en el cementerio como aquel Apolo y Dafne de Bernini con los que bailé en el museo.


Victoria Alonso Yanes